miércoles, 22 de julio de 2009

7. SOBRE LOS FILTROS IMPUESTOS A LA INFORMACIÓN Y EL CONOCIMIENTO

Estoy leyendo ahora un interesante libro de Fernando Báez sobre la destrucción de los libros en la historia de los pueblos. Aunque este texto tiene algunos errores, es muy impresionante enterarse de los avatares que han afectado la información y el conocimiento a lo largo de los siglos, por el afán de imponerles filtros.
Según este autor, “el libro no es destruido como objeto físico sino como vínculo de memoria” (Báez; p. 22). Al respecto, viene al caso recordar la distinción que hizo Debray entre “comunicación” y “transmisión” indicando que el primero significa un traslado físico de información, en tanto que el segundo alude a la transmisión social de conocimientos (Debray; p. 22).
Es interesante también notar la personalidad del individuo o el grupo que promueve la destrucción de los libros (Báez; pp. 22-25):
+ Interés por una totalidad sin cortapisas, cuyos signos son la tentación colectivista, el clasismo, la formación de utopías milenaristas y el despotismo preciso, burocrático y servilista.
+ Elevado sentido creativo, con un fervor extremista apriorístico que asigna una condición categórica al contenido de una obra.
+ Es dogmático, porque se aferra a una concepción del mundo uniforme, irrefutable, un absoluto de naturaleza autárquica, autofundante, autosuficiente, infinita, atemporal, simple y expresada como pura actualidad no corruptible.
+ Cuanto más culto es un pueblo o un hombre, más dispuesto está a eliminar libros bajo la presión de mitos apocalípticos.
Unos datos más de Báez nos servirán como otras premisas en esta reflexión (Báez; p. 25):
* El 60% de los volúmenes desaparece debido a destrucción voluntaria.
* El restante 40% puede imputarse a factores heterogéneos, entre los que sobresalen los desastres naturales, los accidentes, la acción de insectos y otros animales, los cambios culturales y a causa de los materiales de fabricación de los libros.
* Una parte de ese 40% de libros también se pierde por no haberse publicado, por ser ediciones privadas o por descuidos.
En el Diccionario de la lengua española encontramos que la tercera acepción de “filtro” dice que se refiere a un “sistema de selección en un proceso según criterios previamente establecidos”. Un “sistema” es, en su primera acepción, un “conjunto de reglas o principios sobre una materia racionalmente enlazados entre sí”. De esta manera, tenemos que el filtro sería el conjunto de reglas o principios de selección racionalmente enlazados entre sí en un proceso; los criterios serían esas reglas o principios, que deben establecerse previamente.
En estos términos, lo indicado por Báez para la mayoría de los casos puede entenderse de la siguiente manera: La destrucción de libros rompe las posibilidades de transmisión de los conocimientos por la imposición de un proceso en el que se enlazan racionalmente reglas o principios de selección. De esta manera, las reglas o principios que se sigan pueden ser determinantes para decidir sobre la permanencia o la desaparición de esa información y esos conocimientos. Asimismo, la personalidad del destructor de libros, que es quien aplica esas reglas o principios, puede presentarse en todo tipo de sociedades, como indica el mismo autor (Báez; p. 23).
En el pasado encontramos que la imposición de una lengua o el cambio de una tecnología fueron causas de pérdidas de libros. De esta manera, “en el paso de los papiros a los códices se impuso el criterio de seleccionar libros útiles, famosos, y, en la medida justa del control, ortodoxos” (Báez; p. 101). Podemos imaginar cuántos libros desaparecieron de esta manera.
Un ejemplo actual puede ilustrar mejor la vigencia de estas afirmaciones al día de hoy. Tomemos como caso lo escrito hace unas semanas por Bobbie Johnson en la versión electrónica del periódico británico The Guardian, al referirse al proyecto Open Library (OL) y comentar los logros tecnológicos y comerciales de las empresas Amazon y Google para llevar los libros electrónicos a los consumidores y lectores. Al respecto, indica que los trabajadores de estas dos empresas tienen “un sentimiento de que la tecnología es inevitable: Que el libro impreso es un escalón en la evolución de la información, y que ahora está listo para ser devorado por sus sucesores de alta tecnología”. Aunque este artículo está más bien dedicado a informar sobre la OL, la cita anterior es una muestra del discurso triunfalista con el cual muchos heraldos del futuro hablan del fin del libro y del advenimiento mesiánico del documento digital, como fin de todos los problemas de disponibilidad, acceso, resguardo y seguridad de la información y el conocimiento. Además, le atribuyen el carácter de salvador ante la devastación del medio ambiente global, al venir a ser el sustituto natural e histórico de los impresos.
¿Será que acaso estamos ante una nueva ola de destrucción de los libros? Si releemos ahora los caracteres de la personalidad de los destructores de libros en el pasado, quizá nos parezca que están presentes en las actitudes de quienes promueven el fin del libro impreso que conocemos hoy. Lo anterior no quiere decir que estemos haciendo una defensa del libro a ultranza, sino que nos manifestamos como preocupados ante una situación que se está tomando muy a la ligera y sin la planeación requerida, más bien con un gran aparato mercadológico, pues quienes se han dedicado a alabar las bondades de las tecnologías de la información y la comunicación, en relación a la inevitable desaparición del libro, son partes interesadas en lo mismo que difunden, por lo que me parece que requerimos ser más suspicaces, sutiles y prudentes ante sus mensajes.
Al respecto de los libros electrónicos, Báez se refiere a los nuevos biblioclastas, quienes quizá ya no utilicen fuego para destruirlos, sino programas informáticos destructores, limpiadores y devastadores, a manera de virus o gusanos (Báez; p. 289).
Al respecto de estas materias, surgen mil interrogantes, algunas de las cuales exponemos aquí: ¿Cuántos libros estarán disponibles y se podrán usar en la red? ¿Cómo se controlará la redundancia? ¿Se deberá reconceptuar la basura digital? ¿Qué ocurrirá con los textos manuscritos? ¿Con la literatura gris, particularmente la política? ¿Qué ocurrirá con los documentos que no sean seleccionados por los grandes circuitos comerciales o culturales? Ante estos megaproyectos, ¿que ocurrirá con los proyectos de menor envergadura? ¿Tendrán que competir como ahora lo hacen las pequeñas librerías con los grandes corporativos? ¿Se les deberá proteger de alguna manera? ¿Puede calcularse el margen de pérdida de conocimientos que no se convertirán a formatos digitales? ¿Cómo impactará el cambio tecnológico a los documentos digitalizados y a los documentos nacidos digitales? ¿Esto último seguirá dependiendo de las promesas de los editores y proveedores al respecto de que nada desaparecerá en la red? ¿Quién regulará esas permanencias? ¿Quién regulará el cambio tecnológico para atenuar su impacto? ¿Cómo repercutirá culturalmente el nuevo encumbramiento del idioma inglés a través de estos recursos? ¿Qué pasará con las lenguas nativas que están apareciendo en Internet? ¿Cómo mantener la diversidad sin incurrir en la multiculturalidad a la usanza de los países del primer mundo?
Como dicen algunos empresarios: Los tiempos de crisis son los mejores para hacer grandes negocios. A veces conviene provocar crisis, los psicólogos lo saben. Y si no lo creen, deben abrir bien los ojos.

Bibliografía
Báez, F. (2004). Historia universal de la destrucción de los libros: De las tablillas sumerias a la guerra de Irak. México: Debate.
Debray, R. (2001). Introducción a la mediología. Barcelona: Paidós.
Johnson, B. (1 jul. 2009). The Library that never closes. guardian.co.uk. Recuperado: 21 jul. 2009. En: http://www.guardian.co.uk/technology/2009/jul/01/internet-open-library.
Real Academia Española. (2001). Diccionario de la lengua española. 22a ed. Madrid: RAE. Recuperado: 21 jul. 2009. En: http://www.rae.es.